Hoy quiero contaros la historia de Amélie, la gallina de la Casa di Calamina, que más que nada en el mundo quiere volar como una gaviota. Es por eso que a menudo se vuelve demasiado temeraria, pero Amélie nació bajo la estrella de la buena suerte y, aparte de algunos rasguños y coscorrones, nunca se lesiona de gravedad.
Cada cosa a su debido tiempo. Empecemos por el principio.
La mamá de Amélie se llamaba Greta. Era una magnífica gallina de raza padovana, la más hermosa de todo el gallinero.
Sus plumas brillaban como seda y tenía hermosos ojos de cierva.
Berto, el gallo, estaba locamente enamorado de ella. Ambos se arrullaban, día y noche, como tortolitos hasta el punto de que Berto, a veces, incluso se olvidaba de cantar al amanecer...
En este gallinero vivía una gallina celosa y malvada, que no podía soportar que Berto tuviera ojos solo para Greta.
Una noche, mientras todo el mundo dormía y Greta y Berto retozaban en la colina, a la luz de la luna, Dina fue al nido de su rival y le robó el huevo que acababa de poner. Se fue corriendo al bosque y lo abandonó en un arbusto de acebo al pie de un gran olmo centenario, segura de que pronto pasaría por allí un zorro o un tejón, lo encontraría y se lo comería.
Afortunadamente, no fue así. Desde su guarida dentro del olmo, Manolo, la ardilla voladora, había presenciado la escena.
Tan pronto como la malvada gallina se fue, Manolo bajó volando desde lo alto del árbol y encontró el huevo abandonado, aún calentito.
¡Inmediatamente pensó que su amigo Bo podría, con toda certeza, cuidar de él!
Manolo se apresuró a ir a la Casa di Calamina y Bo estuvo muy feliz de que le confiaran esta tarea.
Veintiún días después, nació Amélie.
Mis queridos niños y niñas, con un papá volador como Manolo, siempre presente en cada momento de su vida, y una familia tan extraña como la de Casa di Calamina, donde todo es posible, ¿cómo podría una gallinita no querer planear como una pluma en el aire?
Todos intentaban ayudarla. Fernandel le daba lecciones teóricas sobre vuelo, Manolo se ocupaba de la parte práctica, Gaia intentó aligerarla colgando globos en sus alas pero no había nada que hacer ¡Amélie pesaba demasiado...!
Hasta el bendito día en que Fred llegó con un bonito sombrero de aviador, hecho a medida, con una pequeña hélice muy potente en la parte superior y, gracias a un botón, Amélie puede ahora despegar, elevarse por encima de los árboles y revolotear en el aire batiendo las alas.
Puede que no sea tan liviana como una libélula, ni tan elegante como una gaviota, pero a Amélie no le importa nada. ¡Está feliz porque puede volar por fin!
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