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Una mañana, mientras Gaia hacía yoga y Zoé preparaba café, se oyó un gran estruendo que salía del gallinero de Amélie.
"¡Otra vez en las mismas! Lo ha vuelto a hacer", pensó Zoé, alzando los ojos hacia el cielo.
"¡Venga, vamos allá", dijo Gaia con una sonrisa.
Fueron al gallinero y encontraron a Bo, dentro, acurrucado en el nido de Amélie, empollando sus huevos.
Y está dormitaba tranquilamente a horcajadas sobre él.
Bo era un perrito con gran instinto maternal y corazón inmenso.
Estaba convencido de que de cualquier objeto redondo podía nacer una nueva vida,
bastaba con empollarlo, quererlo y protegerlo...
La razón de todo esto era clarísima y evidente para Gaia y Zoé...
¡Y ahora te lo van a contar!
LA HISTORIA DEL PERRITO FEO DE LA PLAYA
Había una vez, en un lejano lugar, una hermosa playa, pequeña y tranquila, donde vivía un perrito feúcho, que no tenía nada especial, como cualquier de esos perros a los que nadie quiere.
No tenía amigos: los demás perros no lo querían con ellos porque no era suficientemente grande o fuerte, e incluso las gaviotas se burlaban de él porque era feo y le hacían muchas trastadas.
El perrito se sentía muy solo. Un día, mientras caminaba tristemente por la orilla del mar, vio algo emerger de la arena: era un pequeño brote, probablemente nacido del hueso de una fruta que él mismo había comido. Meneando la cola, se acercó y comenzó a olfatearla. Entendió de inmediato que la plantita estaba viva y decidió cuidarla.
Durante el invierno, la protegía con su cuerpo del viento, de la lluvia y del granizo. Durante el verano, la protegía del fuerte sol que podía haberla quemado y, a pesar del calor y la sed, nunca la abandonaba, porque la había convertido en su razón de vivir.
Para defenderla de las gaviotas que querían comerla, hasta se volvió agresivo y con el tiempo esas malvadas aves dejaron de molestarle.
Ha pasado mucho tiempo y el perrito feo sigue todavía allí, cerca de su protegida, que ahora, grande y robusta, le brinda refugio y comida. En las tardes despejadas a veces puedes verlos juntos, uno al lado del otro, mirando la puesta de sol, en ese rincón del mundo, lejano, muy lejano.
Dedicado a Luis Sepúlveda
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